por Edwin Cameron
El 1 de diciembre se conmemora el Día Mundial del sida.
Este año marca un oscuro aniversario. El 5 de junio de 2021, se cumplieron 40 años desde que se registraron por primera vez los casos de enfermedad y muertes alarmantemente inexplicables, que posteriormente recibirían el nombre de sida. Estas cuatro décadas se han traducido en un enorme progreso médico y científico, pero todavía hay un gran número de fallecidos y existe demasiado estigma en la sociedad.
Todavía muchas personas evitan las pruebas, o mueren avergonzadas en silencio; el tratamiento no llega a todos aquellos que lo necesitan y la desigualdad y la discriminación impiden nuestra respuesta mundial.
Hoy puedo escribir esto porque la vida me permitió sobrevivir al sida de forma inesperada. Hace veinticuatro años, comencé la terapia antirretroviral que tantas vidas ha salvado. He podido ser testigo del daño que generan las leyes y políticas discriminatorias a aquellos a quienes esta temible epidemia pone en peligro. Permítanme explicarme.
Alrededor de la Semana Santa de 1985, con 30 años y comenzando mi vida laboral, me infecté con el VIH. Durante aquellos terribles años, no existía tratamiento: el VIH era equivalente a una muerte segura. El estigma y el miedo ahogaban a todas las personas que tenían o podían tener el sida o el síndrome de inmunodeficiencia adquirida.
Como muchos otros, mantuve en secreto mi estado serológico. Esperaba contra toda esperanza escapar del alcance de la muerte. Pero no fue así. Doce años más tarde, el sida acabó con mi cuerpo. Con la certeza de una muerte inminente, enfermé de gravedad.
Pero mis privilegios me permitieron acceder a tratamiento y atención. Tenía una familia y unos amigos muy queridos, y un trabajo como juez, al que volver. Gracias a un acceso temprano al tratamiento antirretroviral (TAR) pude sobrevivir.
En 1999, hablé públicamente sobre la vida con el VIH. Puse de manifiesto que la terapia me salvó de una muerte segura, pero millones de personas en África no tenían acceso a ella.
A día de hoy, soy una de las pocas personas que ocupan un cargo público en África que habla abiertamente sobre ser gay y vivir con el VIH. Y no digo esto para ser reconocido por ello, sino porque mucha vergüenza, miedo, ignorancia y discriminación silencian todavía a demasiadas personas en muchos lugares.
Desde mi propia experiencia, conozco de primera mano el poder del estigma, la discriminación, el odio y la exclusión.
Y tras veinticinco años como juez, puedo dar fe de los tres siguientes hechos: Primero, el poder destructivo del estigma y la vergüenza. En segundo lugar, el daño que las leyes punitivas y discriminadoras causan en las respuestas de salud pública. Por último, cómo la insuficiente protección legal y los inadecuados recursos judiciales hacen que la cruel carga del VIH/SIDA sea infinitamente peor.
Por qué la igualdad es el núcleo de la respuesta al VIH/sida
37,7 millones de personas viven con el VIH en el mundo. Para muchos de nosotros, los alentadores avances han aliviado el peso de la muerte, de la enfermedad y de la vergüenza. En la actualidad, podemos hacer realidad el objetivo 90-90-90 (el 90 % de las personas seropositivas conocerá su estado, el 90 % de ellos tendrá acceso al tratamiento, y el 90 % logrará la supresión viral).
Sin embargo, en África la situación es particularmente angustiante. Dos tercios de los casos de VIH ocurren en el África subsahariana, donde las mujeres jóvenes representan el 63 % de las nuevas infecciones.
En concreto, los grupos de población clave (trabajadores sexuales, personas LGBTQI+, consumidores de drogas, personas encarceladas, hombres que tienen relaciones sexuales con hombres) suponen el 65% de las nuevas infecciones por VIH en todo el mundo.
Debido a estos llamativos datos, la nueva estrategia de ONUSIDA, el programa de la ONU que lucha para mitigar esta epidemia, fue bien recibida. Destaca cómo las desigualdades agravan el sida. Por lo tanto, la máxima prioridad de ONUSIDA se centra en ponerles fin.
Una política basada en los derechos es lo mejor. De esta manera, se pone de manifiesto cómo todos los derechos humanos están relacionados. La epidemia de sida lo demuestra claramente: el derecho a la salud no puede desvincularse, ni en la teoría ni en la práctica, del derecho a la igualdad.
La lección es clara: para superar el sida en 2030, debemos lograr una mayor igualdad para todos.
La parte alentadora es que la protección y el respeto de los derechos sirven para mitigar el sida. Los datos recogidos por ONUSIDA muestran claramente cómo “las desigualdades contribuyen a la epidemia del VIH y bloquean los avances para poner fin a la epidemia de sida”. Como señala acertadamente The Lancet: “El éxito en la respuesta al VIH se basa en la igualdad, no sólo en el acceso a la prevención, atención y tratamiento, sino también en la igualdad legal”.
Los programas de derechos humanos y las apropiadas reformas legislativas reducen el estigma y la discriminación. Sin embargo, se dedican muy pocos esfuerzos y una escasa financiación a este fin. El resultado está claro: en demasiadas sociedades, el estigma supone una gran carga para aquellas personas seropositivas o con riesgo de infección por el VIH y el sida, la discriminación se impregna en las leyes y la población y la derogación de leyes punitivas fuera de lugar es angustiosamente lenta.
Tenemos que luchar contras la legislación punitiva y discriminatoria
Las leyes punitivas y discriminatorias afectan a los grupos de población clave con mayor riesgo de infección por el VIH/sida. Inciden en la orientación sexual, la identidad de género, el estado serológico, el uso de drogas y el trabajo sexual de las personas.
Por este motivo, muchos países todavía penalizan a las personas LGBTQI+. Y las mujeres transgénero tienen un riesgo enormemente mayor de contraer el VIH.
Nadie es discriminado únicamente por un motivo. Los riesgos tóxicos de la discriminación se mezclan en una multiplicidad de motivos hostiles, lo que se conoce acertadamente como “interseccionalidad”. Un trabajador sexual se ve atacado por su sexualidad, género, situación socioeconómica y su estado serológico. El resultado es inquietante: los trabajadores del sexo tienen un riesgo 26 veces mayor de contraer el VIH.
Ante este panorama, la brutal fuerza de la legislación penal ahoga el buen trabajo realizado contra el sida. Intensifica las desigualdades, la injusticia y las exclusiones.
Aquí se encuentra la clave: penalizar a las personas que viven con el VIH y castigar a los grupos de población clave debilita los esfuerzos de prevención.Reduce el uso de los servicios.Y puede aumentar las infecciones por el VIH.
Estas leyes punitivas no solamente “dejan a las personas atrás”. Directamente las rechazan. Aumentan el miedo y el estigma social y, a su vez, alejan a las personas de mayor riesgo de los servicios de salud y la protección social.
Como relató con gran firmeza Winnie Byanyima, la directora ejecutiva de ONUSIDA, el estigma mató a mi hermano, su estado serológico era positivo y podría continuar con vida a día de hoy, pero tenía miedo de acudir a una clínica para obtener medicamentos antirretrovirales porque la gente que conocía lo encontraría allí y lo juzgaría”. ¿Cuál es su conclusión? “Debemos hacer frente al estigma y a la discriminación, quitan vidas”.
Otros efectos colaterales perjudican nuestras sociedades. La discriminación se filtra en la recopilación de datos y pruebas, donde las poblaciones penalizadas y estigmatizadas suelen estar poco representadas y excluidas.
Esto refleja su realidad cotidiana. Su experiencia de un estigma extremo: ser rechazados, invisibles, eliminados.
Esta negación es extremadamente dañina. Supone que no conocemos si los servicios son accesibles y admisibles. Implica que puede que no se comparta información importante. Quiere decir que la violencia y la discriminación contra grupos de población invisible siguen siendo una incógnita, siguen sin abordarse.
Por lo tanto, nos debemos preguntar lo siguiente: ¿Cómo se pueden eliminar las barreras de acceso a los servicios si ni siquiera se ve a las personas que las sufren? ¿Qué podemos hacer?
Al menos conocemos una respuesta: podemos ayudar a crear entornos jurídicos propicios,seguros y que capaciten a las personas.
Un entorno jurídico propicio
La respuesta al VIH está relacionada con los valores democráticos y el funcionamiento de los sistemas legales. El estado de derecho, la libertad de expresión y de protesta, así como otros derechos humanos básicos, son relevantes.
Crear un entorno jurídico propicio es un paso esencial. Supone que utilizamos la legislación para proporcionar instrumentos en lugar de oprimir. Implica derogar leyes penales innecesariamente punitivas. Quiere decir que logramos la igualdad ante la legislación.
El acceso a la justicia, la demanda de una reforma legislativa, las campañas educativas y de concienciación y el vibrante activismo de la sociedad civil, que englobe a las poblaciones clave, son fundamentales. Estos promueven un cambio beneficioso y ayudan a garantizar la rendición de cuentas de las violaciones de los derechos humanos.
Las últimas cuatro décadas nos lo han demostrado. Activistas francos,valientes y con principios, de ACT-UP en Nueva York y de la Campaña de Acción por el Tratamiento en Sudáfrica, lograron avances en el tratamiento del sida que permitieron salvar vidas. La lucha de los activistas se centraba en la justicia y en encontrar la respuesta más efectiva al sida. En Sudáfrica, se enfrentaron al gobierno negacionista del presidente Mbeki ante el tribunal con más poder, que le obligó a iniciar el suministro de la terapia antirretroviral.
Para ellos, como lo fue para mi, y como para muchos otros a día de hoy, la batalla era de vida o muerte, bienestar frente a la enfermedad, ciencia frente a mitos perjudiciales, discriminación frente a igualdad y justicia, y sobre cómo las prácticas justas tienen sentido para la salud pública y son capaces de salvar vidas.
La nueva estrategia de ONUSIDA abarca esta historia. Busca garantizar el acceso a la justicia y la rendición de cuentas a las personas que viven o están afectadas por el VIH y a los grupos de población clave. Justamente, reclama una mayor colaboración entre las principales partes interesadas, el apoyo a los programas de alfabetización jurídica y un mayor acceso a la ayuda legal. Por parte de la comunidad internacional, también se contempla un compromiso substancial, mayores inversiones y una diplomacia estratégica.
La pandemia de la COVID-19 no ha paliado estos objetivos; su impacto en la desigualdad los ha hecho más latentes. Los confinamientos para evitar infecciones provocó la interrupción de los servicios del VIH y sida (los servicios de salud estaban cerrados o sus recursos fueron distribuidos a paliar los efectos de la COVID-19 o no había suficiente medicamentos antirretrovirales).
Por el otro lado, hemos aprendido de esta situación y la tecnología ARNm podría acelerar el desarrollo de una vacuna para el sida.
Aunque todavía no dispongamos de ella, el sida no supone una muerte segura. Veinticuatro años más tarde de tomar mi primer antirretroviral, estoy viviendo una vida alegre y animada. Nuestro reto somos nosotros mismos y nuestras sociedades: se trata de superar el miedo, la discriminación y el estigma para garantizar que los tratamientos y mensajes que pueden salvar vida sean accesibles de manera igualitaria y equitativa.
Poner fin a la epidemia de sida en 2030 es un objetivo realista. Pero para lograrlo, debemos respetar, proteger y cumplir con los derechos básicos de aquellas personas que viven o están afectadas por el VIH. Debemos adoptar aspiraciones democráticas, dar prioridad a los grupos de población clave en nuestra respuesta, proporcionar los recursos para reducir las desigualdades y las injusticias, y fomentar los entornos legales que nos permitan poner fin a la epidemia de sida.
Estos últimos cuarenta años tan duros nos han demostrado que con suficiente apoyo, ciencia, dedicación y amor, podemos poner fin a este epidemia.